En la Primera Guerra Mundial el desarrollo de las armas adelantó al de la táctica y la estrategia. Las nuevas armas fueron una desagradable sorpresa para líderes militares y, como resultado, la doctrina quedó anticuada y se cobró la vida de millones de soldados. Los Estados se embarcaron en una costosísima guerra industrial que se llevó por delante la vida de entre 10 y 30 millones de personas, entre bajas directas y relacionadas con la pandemia de gripe que se dispersó por una Europa desolada.
Si un arma tuvo la capacidad de cambiar la guerra, desde el principio y hasta el final, esta fue la ametralladora. Con un alcance de hasta 400 metros y una increíble capacidad para rociar de balas el frente, una ametralladora podía detener el avance de poderosos y decididos destacamentos.
Tal es así que el avance y la maniobra de los ejércitos quedó estancado en el barro. En el frente occidental, el osado plan Schlieffen y el inmenso ejército alemán, con sus bisoños reclutas incluídos, tuvieron que detenerse en Francia y Bélgica. La potencia de fuego del enemigo hacía imposible avanzar sin ser aniquilado. Comenzaba la guerra de trincheras.
Al principio de la guerra casi todas estaban montadas en trípodes (podían pesar cerca de 30 kilogramos), refrigeradas por agua y ligadas a posiciones defensivas: algunas de ellas son la ametralladora Maxim, la Vickers, la SMG 08 alemana y las Browning estadounidense.
A medida que se comprobó lo inútil de los avances a gran escala, comenzaron a usarse tácticas de infiltración y asalto con pequeñas unidades. Algunas de ellas, fueron provistas de nuevos modelos de ametralladoras portátiles, como la Lewis, la Bergman, la MG08/15 y el BAR.